por Jean Michel Vernochet -
Ante la visita histórica del presidente Barack Obama a Israel, es
conveniente ver con una mirada lúcida las fuerzas que impulsan, no sólo a
Israel sino también a todo el sistema occidental, a implementar una
guerra contra Irán. La Red Voltaire propone a sus lectores los primeros
capítulos de un ensayo del analista francés Jean-Michel Vernochet
publicado en francés por la editorial Xenia, en diciembre de 2012, bajo
el título Irán, la destrucción necesaria.
Lugar de Irán dentro del «sistema-mundo» y geoestrategia de los imperialistas anglo-estadounidenses
¡Hay que destruir Irán! ¡Claro que sí! No
sólo para impedir su eventual acceso al arma atómica (algo no muy
probable), no sólo porque la independencia de Irán puede poner en
entredicho la preeminencia regional de Israel, atalaya occidental en el
Oriente Medio y, como dicen algunos, Estado número 51 de los Estados
Unidos de América, a la vez que miembro 28 de la Unión Europea. Es que
hay que mantener a toda costa la posición dominante de Israel en la
región, que depende de su monopolio regional del arma atómica –en lo que
constituye une posesión de armas prohibidas, tan inconfesada como bien
confirmada mediante rumores bien orquestados.
Si por casualidad Irán lograse entrar en
el club nuclear, Israel entraría ahí mismo en una lógica de disuasión
recíproca, idea de por sí insoportable para el Estado judío. Además, un
Irán dotado de armas nucleares sería un pésimo ejemplo regional, creando
así un precedente potencialmente contagioso entre los vecinos turco,
saudita y egipcio. El temor a la «proliferación» no es más que un
argumento. En realidad se trata de un riesgo tangible a escala regional
y más allá. En resumidas cuentas, Teherán opacaría así a Tel-Aviv,
mini-superpotencia sin rival desde la caída de Bagdad, el 12 de abril de
2003.
Destruir
Irán, es decir desmantelar sus estructuras políticas y sociales de
manera duradera y sumir a ese país en un caos de larga duración, como ya
se hizo con la guerra civil iraquí de baja intensidad, será el
resultado de un sistema complejo de engranajes que ponen en juego
numerosos factores, dirigidos todos hacia un objetivo único, al extremo
que el conjunto termina pareciéndose mucho a una especie de fatalidad
inevitable.
De hecho, muchos celebran con razón las
riquezas minerales de Irán, sus prodigiosas reservas petroleras más las
de gas (las terceras a nivel mundial). Ahora bien, el apetito
desenfrenado de un puñado de transnacionales del petróleo no puede ser
la causa única que incitaría a golpear a Irán, hasta ocasionar su
destrucción total.
¡Hay que destruir Irán! ¡Hay que sumirlo nuevamente en «la edad de piedra»!,
como se acostumbra decir en Israel! ¡Lo mismo que ya ha sucedido a unos
cuantos enemigos de Estados Unidos y del sistema que promueve
Washington! Fue esa la suerte de Irak, de Afganistán y, hace ya 67 años,
de la Alemania derrotada.
Ya en 1944, como más tarde aconsejaría
MIchael Ledeen en 2001 para Irak, el secretario de Hacienda del
presidente Roosevelt, el muy reconocido Henry Morgenthau, quería ver a
los alemanes sumidos en una especie de Edad Media preindustrial. Ledeen,
apóstol del Nuevo Siglo estadounidense, preconizó la doctrina del «caos constructivo»,
aplicable al caso de Irak, con lo cual demostraba un notable sentido de
la continuidad histórica. Y los hechos hablan por sí solos: en 12 años
de conflicto interior de baja intensidad en Irak, los enfrentamiento y
actos de terrorismo intercomunitarios nunca cesaron, hasta que en el
verano de 2012 se produjo un terrible brote de violencia terrorista que
casi ha hecho desaparecer la esperanza de una reconstrucción creíble de
la nación iraquí asolada. O sea que la primera parte del proyecto
neoconservador –la creación del caos– es un rotundo éxito.
En Afganistán, las cosas son a la vez más simples y más claras. En octubre de 2001, al iniciarse la «Operación Libertad Duradera»,
ya no quedaba nada por destruir pues el país estaba hecho un campo de
ruinas al cabo de dos décadas de enfrentamientos indirectos entre el
Este y Oeste, bandos en los que se alistaban comunidades étnicas y
pueblos indígenas antagónicos. Entre 1979 y 1999, muchos yihadistas
afganos y militantes de al-Qaeda en lucha contra los soviéticos fueron
reclutados, entrenados y armados por los servicios especiales
estadounidenses y fueron enviados a pelear en Afganistán por los
servicios secretos paquistaníes (ISI, siglas correspondientes a Inter-Services Intelligence).
Algunos de esos elementos fueron después reciclados y enviados a otros
frentes de las guerras imperiales, tales como Bosnia, Kosovo, Irak,
Libia y ahora Siria. Véase al respecto la monografía de Jurgen El
Sasser, publicada en 2006, Cómo llegó la yihad a Europa, con
prólogo de Jean-Pierre Chevenement, ex ministro socialista francés
(ministro de Defensa de 1988 a 1991, ministro del Interior de 1997 a
2000), quien debido a su radical desacuerdo con la política de de
incondicional sometimiento de la alianza atlántica a Estados Unidos en
el Medio Oriente dimitió de su función el 29 de enero 1991, a raíz de la
Operación Tormenta del desierto, supuestamente destinada a liberar Kuwait.
Después de la destrucción de Irak y la
instauración de un caos duradero en todo el país, Teherán se dio a la
tarea de contrarrestar las maniobras del Departamento de Estado
tendientes a aislar a Irán en el escenario regional, especialmente en
las petromonarquías sunnitas del Golfo Pérsico, lo cual hizo con
consumada habilidad a través de sus diplomáticos. Irán logró aparecer
durante algún tiempo como un sucesor potencial del Irak baasista capaz
de imponer su liderazgo a la región. Hoy en día, este edificio
diplomático se ha desplomado frente a las petromonarquías, manejadas por
los dos Estados wahabitas aliados de Estados Unidos (y de hecho
manejadas también por Israel, el aliado más cercano de Washington) Qatar
y Arabia Saudita, que están preparando casi abiertamente el
enfrentamiento con el Irán chiita y su destrucción como potencia
emergente.
Irán, por cierto, puede servir como base
de retaguardia, con apoyo en varias formas posibles, a las comunidades
chiitas de la Península Arábiga, empezando por la de Bahrein, donde son
mayoritarios los chiitas, que padecen continuas humillaciones y
represión por parte de la minoría sunnita en el poder, y esto con la
ayuda activa de las fuerzas armadas del vecino saudita. Además, aunque
son étnicamente árabes, los iraquíes de confesión chiita se mostrarían
seguramente más solidarios de sus hermanos iraníes que de los wahabitas
que sólo los consideran como herejes a los que hay que someter. Estamos
pues presenciando una guerra no declarada, pero que ya tiene por campo
de batalla, después de Irak, a países como Siria y Líbano, además de
Bahréin, que estaba, en junio 2012, a punto de verse anexado por Riad.
Otro eje de reflexión sería Turquía,
enemiga tradicional de Persia, y que pareció por un tiempo haberse
acercado a su vecino chiita, como lo sugería el acuerdo tripartita
firmado con Teherán y Brasilia en julio 2010, un convenio relativo al
enriquecimiento fuera de las fronteras iraníes de materias físiles
útiles para el programa nuclear iraní, lo cual disgustaba muchísimo al
Departamento de Estado desbordado por la aparición de inesperados
actores multipolares. Pero muy pronto todo volvió al cauce «unipolar».
De la misma forma, Ankara demostró cierto
humor no alineado frente al Estado judío (socio de Turquía en múltiples
aspectos), cuando la crisis de la «Flotilla de la libertad», la
flotilla humanitaria brutalmente asaltada por la marina israelí el 31 de
mayo 2010, cuando se dirigía a Gaza. Pero la bronca no pasó de ahí.
Porque hay un dato inamovible: Turquía sigue siendo el pilar oriental de
la OTAN, una potencia decisiva en los flancos este y sur de Europa.
Esto se vio también en Túnez, donde Ankara respaldó el ascenso al poder
del Movimiento por el Renacimiento, o sea el partido islámico Ennahda,
todo lo cual se hizo con el tácito beneplácito de Estados Unidos ya que
Ankara es precisamente la correa de transmisión de Washington en todo el
Mediterráneo. Las peleas puramente circunstanciales con Israel son
oportunamente escenificadas para alimentar las ambiciones neo-otomanas, o
las fantasías de restauración del califato de antaño, que sería
garante, como «Sublime Puerta», de la unidad de la Umma, la comunidad de creyentes del Islam.
La teocracia iraní es la que debe ser
destruida, pero no por ser tal. En definitiva, Estados Unidos es también
una especie de teocracia parlamentaria, cuyo lema «In God we trust»
figura en su fetiche, el dios dólar. E Israel es también una teocracia
disfrazada ya que la Tora, o sea la Biblia en su versión hebraica, le
sirve de Constitución y representa una de las fuentes del código civil
israelí. Israel es además un país donde los sacerdotes son los únicos
habilitados para pronunciar un divorcio.A su vez, el Irán revolucionario
practica la democracia al celebrar elecciones parlamentarias de forma
regular. Pero Irán es el país que se halla en medio de la rivalidad
entre las grandes potencias que desean apoderarse de los yacimientos de
energía fósiles o por lo menos controlarlos. Se dice además que Irán
podría tener las segundas reservas mundiales de gas, el combustible que
debe asegurar la transición entre la era del petróleo y las energías del
futuro (tales como la pila de combustible o el procesamiento del torio,
para el cual India se está preparando). El gas licuado es fácil de
transportar y puede sustituir el déficit de hidrocarburos, antes de
asegurar la continuidad del abastecimiento cuando se alcance el «pico de producción»,
es decir cuando la oferta de productos petroleros resulte inferior a la
demanda, demanda que está entrando en un auge vertiginoso por el
crecimiento vertical de los llamados países emergentes. Lo que no
sabemos es si ya hemos llegado a ese punto de giro…
No mencionaremos aquí los argumentos
emocionales, que tienen que ver con la democracia, los derechos humanos y
la condición de la mujer y que no son más que recursos retóricos útiles
para envolver en una niebla verbal y sentimental ciertas realidades
geoestratégicas mucho más prosaicas. Se trata de un discurso mediático
que caricaturiza el paisaje sociológico musulmán en general e iraní en
particular, en realidad mucho más matizado. Desde Europa, a menudo se
considera a los musulmanes como retrógrados, cuando en realidad distan
mucho de ser tan esquemáticos como son los prejuicios occidentales.
Por ejemplo, en Irán, las mujeres jóvenes
son tan modernas y autónomas como sus hermanas turcas, en las grandes
metrópolis. Y los miembros de la OTAN, cuyos drones asesinos golpean a
ciegas y muchas veces caen sobre objetivos civiles, se indignan cuando
algunos traficantes de droga, el veneno que acaba con innumerables
jóvenes europeos y rusos (entre 30 000 y 100 000 muertes al año) son
ejecutados después de un juicio por un tribunal regular. Recordemos, sin
embargo, que la pena de muerte sigue vigente en 33 de los 50 Estados
estadounidenses. Además, la OTAN tiene fama de dedicarse directamente al
tráfico de estupefacientes, y a la vista de los rusos, entre Afganistán
y Europa y a través del territorio de la Federación Rusa y de los
Balcanes, especialmente a través de Kosovo, donde se encuentra
precisamente Camp Bondsteel, la mayor base militar estadounidense fuera
de Estados Unidos. El 5 de abril 2012, por boca de Alexander Gruchko,
viceministro ruso de Relaciones Exteriores, Rusia prohibió oficialmente a
la OTAN el traslado de heroína a través de su territorio, al
considerarse blanco de una guerra de agresión por parte de los
narcotraficantes.
Todas las razones que hemos expuesto (la
codicia que despiertan los recursos iraníes y el ascenso de la República
Islámica como potencia regional) justifican el derrocamiento del
régimen iraní. Y si esta política fracasa, se acudirá a la destrucción
metódica de las infraestructuras militares, industriales y
administrativas de Irán.
Pero la razón fundamental se sitúa a otro
nivel, en la mecánica del gran juego que opone Estados Unidos a Rusia y
China en el Cáucaso, en los altiplanos iraníes y en las llanuras del
Hindukush, por el control del Rimland, es decir por el control («endiguement/containment»)
del espacio continental euroasiático por las potencias talasocráticas y
mercantiles angloamericanas. Esa mecánica se inscribe, más allá de la
oposición entre potencias marítimas versus potencias continentales, en
un sistema-mundo, una economía planetaria que abarca o subsume la
tectónica de las placas geopolíticas… bloque del Atlántico norte
(Estados Unidos + Europa) contra bloque euroasiático, (Rusia y China).
El problema no es el Islam
Irán, o sea el pueblo iraní, sigue
estando por ahora parcialmente fuera o en la periferia del sistema-mundo
regido por los dogmas económicos del ultraliberalismo estadounidense.
Es una vulgata neocapitalista que se abrió camino en 1962, en Chicago,
con Capitalismo y libertad, la obra fundamental del Premio Nobel
Milton Friedman. Este autor es considerado como el teórico mayor del
anarcocapitalismo, el equivalente de Karl Marx en el materialismo
histórico. Se trata, sin embargo, de configurar una episteme neoliberal
que Irán se niega a avalar del todo ya que el derecho islámico prohíbe
el préstamo con interés (aún cuando se toleran ciertas excepciones),
mientras que el capitalismo moderno descansa esencialmente en la deuda,
especialmente con tasas variable y en condiciones de usura. Además a
Irán se le antojó intentar vender su crudo en euros o por oro, lo cual
provocó una respuesta inmediata: el embargo petrolero sobre las ventas
iraníes de hidrocarburo que se puso en vigor el 1 de julio 2012.
Por supuesto, era intolerable para
Estados Unidos que un Estado diera semejante ejemplo y que se negara a
acatar la ley de los mercados, es decir a endeudarse hasta lo
insostenible, como hacen dócilmente las democracias occidentales
supuestamente gobernadas por el principio aristotélico del «bien común». Esto desemboca en el sistema oligopólico que conocemos, el cual impera sobre «masas»
anónimas reducidas a la pasividad frente al crimen organizado en las
bolsas financieras por cárteles financieros y mafias de iniciados de
todo tipo que organizan el saqueo de las naciones y la extorsión de los
pueblos para desgracia de nuestro planeta nuestro, ya en peligro de
verse pronto reducido a un desierto de concreto, extensiones áridas
agotadas por cultivos a escala súper industrial y a océanos cubiertos de
desperdicios plásticos que van y vienen según las corrientes marinas y
los caprichos meteorológicos. Todo esto podría parecer excesivo en
tiempos de calma chicha, pero la increíble sucesión de escándalos que
actualmente sacuden el mundo financiero (Barclays, HSBC, Liborgate y
demás) confirman que no estamos exagerando.
En realidad, este nuevo orden
internacional al que se quiere someter a Irán se vale de reglas del
juego definidas y establecidas en EEUU. Son reglas orientadas siempre en
el mismo sentido, destinadas a agarrotar las defensas naturales y
culturales (entre otras) de los pueblos para disolverlos en el gran
caldero mundialista, después de desvitalizarlos, o sea desarmarlos
física y moralmente.
Algunos días antes del asalto
estadounidense, el presidente Saddam Hussein hizo destruir ante los
observadores de la ONU la totalidad de sus misiles de corto alcance para
demostrar su buena fe. Exactamente el 1º de marzo 2003, Irak, bajo
supervisión de la comunidad internacional, procede a la destrucción de
misiles Al-Samud 2, que alcanzan a más de 150km, la distancia
prevista por los acuerdos de desarme concluidos después de la derrota
iraquí el 28 de febrero 1991. Veinte días después, el 20 de marzo, los
anglo-estadounidenses emprenden la operación «Libertad de Irak», dando paso a 12 años candentes para los recién liberados de la ex dictadura baasista.
De la misma forma, el guía libio Khaddafi
renunció en 2004 a su programa nuclear, simultáneamente abrió su país a
las empresas anglosajonas y en 2007 liberó a las enfermeras búlgaras
(presas bajo acusaciones fantasiosas) detenidas durante 8 años en
territorio libio. Khaddafi creía haberse congraciado nuevamente con sus
nuevos amigos occidentales, los mismos Cameron y Sarkozy que acabaron
con su vida, con su régimen y con los ahorros de su país. Y lo hicieron
con cobertura de una OTAN disfrazada de misión «humanitaria». Los
únicos que no han bajado la guardia ni han entregado su armamento son
los norcoreanos y Washington tiene mucho cuidado en no provocarlos … ¡ya
sabemos por qué!
La reducción de Irán, que se pretende
conseguir desde hace una década, apunta a aniquilar su soberanía y su
independencia, lo cual nada tiene que ver con la propaganda acerca de lo
retrógrado de una teocracia que obliga a las mujeres a llevar un
pañuelo de cabeza, lo cual hacen con mucha elegancia, por cierto…
El problema que preocupa a Occidente no
es el Islam: con todo lo arcaico que pueda ser, Estados Unidos, Francia y
el Reino Unido se entienden muy bien con el Islam de Arabia Saudita y
Qatar, porque estos les proporcionan el anhelado petróleo. El problema
son las riquezas naturales de Irán, gas, petróleo, cobre, que son
instrumentos de poderío. Es decir, instrumentos que permiten llevar
adelante políticas autónomas que escapan a la gran planificación de los
mercados y de los estados mayores impuestas a través de la diplomacia
del garrote, tal como la encarna el CentCom. No perdamos de vista que
comercio y fuerza armada se sitúan en el prolongamiento uno del otro
como simples «momentos» de un mismo concepto.
Agreguemos a todo lo anterior la
localización de Persia en el punto de encuentro entre el Asia Menor y el
Asia Central, con lo cual Irán ocupa una posición clave en las rutas
estratégicas de drenaje de las energías fósiles desde el Asia Central y
la Cuenca del Mar Caspio hacia salidas al mar: Mar de Omán, Golfo
Pérsico, Mediterráneo oriental, Mar Rojo vía el Golfo de Aqaba para el
control de los abastecimientos de China a través del Xinjiang y
últimamente en el dispositivo de cerco (containment) que la superpotencia estadounidense y sus aliados europeos imponen con vistas a contener el espacio euroasiático, el llamado Heartland, según Mac Kinder.
Reducir las capacidades de autonomía
soberana de la República Islámica de Irán, he aquí el objetivo final.
Recortarle las alas e integrarla a un dispositivo cuyos centros serán
primero Londres y Washington, pero también Bruselas y Frankfort,
afectando la naturaleza teocrática del régimen, la cual no es sino un
blanco secundario de la fría vindicta occidental. El término vindicta es
el indicado para traducir la idea de que si bien hay una determinación
racional para justificar el proyecto, ésta se autoalimenta hasta
convertirse en una pasión…
Hay que recalcar que el ultraliberalismo
convive con el integrismo religioso, wahabita especialmente, desde Harry
St. John Bridger Philby, negociador del tratado de Juddah concluido
entre Ibn Saud y el Reino Unido en 1927. Este pacto es el que fija el
destino común de los anglo-estadounidenses y Arabia Saudita,
extendiéndose después a Qatar y a sus enormes yacimientos petrolíferos.
Volviendo a la vindicta occidentalista,
ésta va mucho más allá de un simple anhelo de hegemonía o un apetito
común por el saqueo de las riquezas naturales y humanas de Irán, según
una lectura marxista esquemática de la relación entre centro y
periferia.
La integración de Irán no se refiere a un
espacio vital de expansión, como se estilaba en tiempos de la Segunda
Guerra Mundial, sino que abarca una zona de influencia económica global
de vital interés para el sistema América-mundo y la perpetuación de su
modelo, el de la sociedad establecida en la tierra de «Canaán, tierra de leche y miel», después del despojo de los amerindios como paso previo a la realización del «sueño americano».
Sería un error imaginarse que Estados
Unidos decide por sí solo el porvenir del mundo, aún cuando ese país se
encuentra preso de un modo de vida que mueve a sus ciudadanos a devorar
recursos. En 2010 y por primera vez, el consumo de energía de China
Popular –que representa una quinta parte de la energía consumida en
2009– superó el de Estados Unidos, pero con una población 5 veces mayor
que la estadounidense (Se supone que el consumo de energía de Estados
Unidos aumente en un 14% entre 2008 y 2035. Por esa fecha ese país
consumirá unos 22 millones de barriles diarios en vez de los 19 millones
de barriles diarios que consumía en 2008, aún cuando se reduzca la
parte de las energías fósiles, que ya no representarían más que el 78%,
en lugar del 84% actual, con motivo del desarrollo de las energías
alternativas).
De hecho, Estados Unidos, aun «siendo mundo»,
funge como un subconjunto del mismo, como una de las ruedas de una
mecánica mundial. Es por ello que, al mismo tiempo, Estados Unidos se ve
apresado por sí mismo y atrapado en un sistema planetario que le dicta e
impone sus obligaciones y sus necesidades, en una lógica de competencia
y sobrevivencia. Para Estados Unidos, la única alternativa es progresar
o declinar. Y este sistema en perpetuo desequilibrio está involucrado
en una carrera hacia la destrucción mutua segura por agotamiento de los
recursos. Se trata de una lucha a muerte porque los desequilibrios
demográficos conspiran ahora en contra del mundo occidental y a favor de
Asia y África; es un desequilibrio que se sigue compensado con el
adelanto técnico de Estados Unidos, especialmente en materia de
armamento, pero ¿hasta cuándo?
Desde este único punto de vista, Irán no
es más que un peón en el tablero de ajedrez, aunque sí se trata de una
ficha decisiva, debido a su posición en el mapamundi, en la gran
estrategia anglo-estadounidense de contención de las dos superpotencias
continentales: Rusia y China. Estos dos Estados, en el Consejo de
Seguridad, ya han bloqueado por tres veces la marcha euro-atlántica
hacia Teherán, que está obligada a pasar por Damasco (el último doble
veto se dio el 19 de julio 2012 en un momento en que ardían los
suburbios de la capital siria). Como puede verse, el caso iraní va mucho
más allá que el problema de los recursos energéticos del país,
inscribiéndose en un juego de control y dominación de dimensión
planetaria… no olvidemos que quien tenga bajo control el gas iraní podrá
ejercer presión sobre toda Asia, aun si no llega a dictar su ley del
todo.
En cuanto al modus operandi, se
tratará, antes o después del inicio oficial de las hostilidades, de
neutralizar al máximo el potencial nuclear iraní de carácter civil. A
los estrategas del Nuevo Orden Mundial no les importa que la población
iraní pierda su confort eléctrico y su prosperidad económica. Sus
puestos de mando militares y políticos serán destruidos mediante unas
cuantas «decapitaciones», como las que precedieron la ofensiva
general del 20 de marzo 2003 en Irak, que estuvieron dirigidas contra
las residencias de personalidades situadas al sur de Bagdad. Las fuerzas
estadounidenses ya habían decidido de antemano decapitar el régimen,
eliminando al presidente Sadam Husein, a sus dos hijos y a algunos
dignatarios del partido Baas, supuestamente alojados en los edificios
bombardeados.
La guerra ya comenzó
En realidad la guerra contra Irán ya
comenzó, aunque no alcancen resonancia mediática los asaltos de ese
conflicto, como las campañas de asesinatos selectivos contra científicos
que trabajan en el programa nuclear, o los ataques contra las redes
informáticas de las centrales atómicas a través de por medio de
sofisticados virus informáticos, como Flame o Stuxnet concebidos en el marco de un joint-venture
israelo-estadounidense… Son otras maneras de librar batallas antes de
la guerra, pero siempre con el mismo objetivo: hacer retroceder Irán a
tiempos premodernos, después de acomodar allí un gobierno «blanqueado»,
o sea hecho a la medida, democrático, aunque sea de lo más corrupto,
como el equipo dirigente del presidente afgano Karzai, en todo caso
estrechamente sujeto a la política de Washington.
Conviene precisar una vez más que las
políticas que aplican los dirigentes de Estados Unidos no son mucho más
autónomas que las de sus homólogos europeos, por ejemplo rusos o chinos,
a diferencia de lo que supone el público. Es decir, los dirigentes
estadounidenses no proceden según su voluntad propia o la de aquellos
que los manipulan detrás de bambalinas, trátese de grupos de presión,
petroleros, militaro-industriales, transnacionales de la química o
productoras de semillas, etc. En la realidad, las líneas políticas
responden efectivamente a las necesidades, a los intereses y a las
demandas que emanan de distintos actores económicos, financieros y
políticos, pero participan in fine de un sistema que evoluciona
según su lógica propia, englobando un conjunto complejo de subsistemas
interdependientes que interactúan entre sí.
Factores como la seguridad del Estado
hebreo, el mantenimiento de su preeminencia regional, la perennización
de su monopolio nuclear y la visión escatológica, compartida por
importantes minorías en el seno de estas tres teocracias a la vez
verdaderas y falsas (los Estados Unidos judeocristianos, Israel –Estado
mesiánico por definición– y el Irán chiita que vive a la espera del
regreso del Mahdi), intervienen tanto en los cálculos de anticipación
estratégica como en las elecciones geopolíticas, y lo hacen en
detrimento de la estabilidad regional, la cual ya no aparece como un fin
en sí, como tampoco sucede con el desarrollo o la construcción de
Estados o economías viables… Y es que el comercio y las industrias
prosperan bastante bien en el terreno de la inestabilidad y mejor aún en
los campos de ruinas.
Además, la reconstrucción es un mercado
en sí. En 1991, la rehabilitación de las infraestructuras petroleras
kuwaitíes figuraba de antemano como botín de guerra para las empresas
estadounidenses… y también para los demás miembros de la coalición. Por
haberse abstenido, Francia sólo logró obtener después algunas migajas de
ciertas obras de reconstrucción destinadas a impulsar la economía
estadounidense, ya muy golpeada por aquellos años, debido a las crisis
petroleras de 1973 y 1979. No debemos olvidar que la destrucción forma
parte de ese ídolo llamado crecimiento: producir siempre implica empezar
por destruir algo. Por lo tanto, las guerras son momentos culminantes,
en el sentido hegeliano, de los ciclos económicos. La guerra es un
elemento necesario, incluso vital, para que perdure el sistema. El
llamado «místico del ateísmo», el novelista Georges Bataille, ya lo desarrollaba en su ensayo de 1949 titulado La parte maldita.
El desorden supremo que es la guerra
resulta ser, por consiguiente, un modo de gobierno entre otros, con un
lugar propio y natural en el sistema-mundo actual, como acompañante de
las crisis inherentes a la unificación del mercado y a la absorción de
los Estados soberanos, en su seno y bajo el imperio de su única ley, una
vez despedazadas sus estructuras y cualquier armazón federativa
interna, porque los Estados-nación son todos –con excepción del Nuevo
Mundo, que se edificó sobre un mosaico de comunidades sin mayor vínculo
orgánico que el reparto de los dividendos del progreso– federaciones de
pueblos que se encontraron históricamente fundidos o asociados en un
destino compartido. Ahora bien, las naciones orientales edificadas a lo
largo de los siglos demuestran ser a veces reacias a someterse a los
encantos excesivos de la permisividad consumista occidental, en el
sentido de ideología del consumo adictivo que desemboca en el fetichismo
lamentable de la mercancía. Por esto es que el Ordo ab chaos sucedió al
antiguo «divide y vencerás» y de ahora en adelante se trata de gobernar
por y dentro del caos, triste consigna…
Podemos ir más allá: después de ser
actores y promotores, los oligarcas anglo-estadounidenses, industriales y
financieros, oficiales de la caballería financiera mundializada –así
como sus émulos de los demás continentes– terminan estando al servicio, y
siendo incluso esclavos, de las lógicas que ellos mismos promovieron y
de las que supieron sacar el máximo provecho para asentar sus fortunas…
Dichas lógicas terminan por dictar u orientar la conducta de esos
sectores según una inflexible ley física que responde al principio de
que todo «objeto» inerte o viviente siempre es otra cosa y algo
más que la suma de sus partes. Si las partes son aquí los actores y
decisores económicos, financieros, industriales y políticos, el todo, la
totalidad englobante, es el sistema cuyos miembros están al final
supeditados al mismo.
Pero esto no conlleva de ninguna manera
una nueva fatalidad desresponsabilizante sino, por el contrario, una
conciencia clara de que ese sistema lleva la humanidad a la desaparición
–destrucción programada y señalada por las guerras que se avecinan en
contra de Siria e Irán, y de esa otra, tal vez suicida, en contra el
bloque euroasiático– lo cual debería servir para invertir la tendencia. O
podría suceder que el hombre no encuentre en sí los recursos de
sabiduría indispensables para concebir un nuevo modelo, contrario al
modelo actual, a la vez sabio y salvaje, por no decir reptiliano, si se
toma en cuenta su oscura afición depredadora y el papel creciente del «dinero negro»
en la economía. Tal vez entonces sea inevitable pasar por la
destrucción mutua asegurada, en los planos económico, financiero o
militar… antes de poder esperar construir otro pensamiento, una visión
diferente del mundo y echar a andar otras matrices económicas y modelos
sociales nuevos.
Así pues, partiendo de la constatación
empírica según la cual el todo siempre es más que la suma de sus partes,
el conflicto Irán-Occidente no se puede reducir a la suma de reproches
formulados contra Persia y contra los persas, ni reducirse a una
confrontación de expansionismos rivales, ni mucho menos a un juego de
fuerzas más o menos coyuntural.
Desde este punto de vista, la posición de
la República Islámica de Irán, en la mirilla de los Estados Mayores
anglo-estadounidenses y de sus aliados de la OTAN, parece poco
envidiable y da mucho que pensar. Sobre todo en la medida en que nada
indica que los dirigentes iraníes tengan la menor intención de modificar
su política de independencia energética basada en la fisión del átomo…
ambición contraria a la dinámica sistémica de largo alcance que
determina las decisiones geoestratégicas de Estados Unidos. Resumiendo:
no es el átomo en sí lo que molesta, el cuento de la amenaza nuclear
persa es pura fábula, por lo menos hasta el día de hoy. Que Irán pueda
utilizar el átomo es lo que le dará al cabo de un tiempo una real
independencia, energética, económica y política. Y es ahí donde radica
el peligro. Irán termina siendo la piedra en el zapato del sistema, una
piedra que hay que eliminar como sea.
Irán es un obstáculo que hay vencer,
barrer o borrar a corto o mediano plazo, a menos que un deus ex machina,
bajo la forma de un acontecimiento totalmente inédito, venga a
modificar el rumbo de las cosas y el reparto actual en la función
global. Rusia puso a prueba, el 7 de junio 2012, dos misiles
intercontinentales con cabezas múltiples, el Bulava y el Topol,
que sobrevolaron el Medio Oriente, desde Armenia hasta Israel. ¿Es
posible que eso haya logrado calmar los ardores de los halcones de
Washington, Riad, Doha, Londres y Tel Aviv? ¡Ojalá!
Persia delenda est
Pues sí, hay que destruir Irán como sea,
por lógica y a cualquier costo, incluso si ello da lugar a un conflicto
regional o mundial imposible de controlar. Algunas declaraciones
oficiales de China y Rusia contemplan esa posibilidad. China,
superpotencia militar, ya ha multiplicado en estos últimos años las
advertencias en cuanto a las situaciones incontrolables que podrían
producirse en el Medio Oriente, región de crisis que ya cuenta 60 años
de inestabilidad permanente, especialmente en los últimos 20 años. Esas
crisis van en aumento y las tensiones Este-Oeste van a la par, a tal
punto que se puede hablar de guerra fría, y esto se hace cada día más
claro en el contexto de la crisis siria.
Es por eso que, entre las amenazas
recurrentes en estos últimos años de ataques unilaterales contra las
instalaciones nucleares iraníes por la aviación israelí o por misiles de
crucero embarcados en los submarinos furtivos proporcionados por la
Alemania de Angela Merkel, muchos observadores prudentes pronostican un
incendio dentro de poco, quizás en los próximos meses.
Los anuncios de guerra inminente no son nada nuevo, pero no por eso es menor el peligro asoma, que parece cada vez más cercano.
Hay que destruir Irán, no por ser una nación chiita, sino por tratarse de una «teocracia nacionalitaria» que hay que «normalizar».
O sea, no es que se pretenda atacar el Islam. El objetivo es el
Estado-nación, modelo y concepto contra el cual la democracia universal,
participativa y descentralizada, ha declarado una guerra sin piedad
desde 1945. A la Nación, desde la Segunda Guerra Mundial, se le acusa de
todos los males, empezando por la guerra. Sin embargo, a pesar de lo
que dijo recientemente la secretaria de Estado Hillary Clinton,
convencida de que «a lo largo de sus 236 años de existencia, Estados Unidos ha defendido la democracia en el mundo entero»,
debemos recordar que esto le costó unas 160 guerras exteriores antes de
1940, en su mayoría guerras de injerencia, en busca de la anexión de
territorios o de la expansión.
Lo que conviene normalizar es el carácter
revolucionario, nacional islámico y místico de Irán. Esto ya figura
como necesidad y prioridad en las agendas políticas occidentales
(Estados Unidos, Israel, Unión Europea): hay que convertir a Irán en una
democracia liberal.
Quiéralo o no, la República Islámica
tiene que fundirse en el gran caldero de las sociedades disgregadas,
dentro de un espacio regional de libre cambio, como el que justifica la
construcción europea, por ejemplo, donde la fragmentación social, por no
decir atomización individualista, permite la máxima segmentación de los
mercados. Ello servirá para desmultiplicar los actos y los actores
económicos: minorías étnicas, confesionales, sectarias y sexuales,
mujeres, grupos de edad subdividas a su vez; así es como los niños se
convierten en objetivos de la publicidad a los 2 años de edad, edad para
una precoz inmersión escolar. Dicha segmentación ad libitum
choca con las barreras morales, o sea con aquello que conlleva cierta
rigidez en las costumbres; pero se trata de una segmentación
imprescindible para la plena integración del país en el mercado único o
unificado dentro del sistema-mundo.
El sistema-mundo se estructura en torno a
unos pocos centros nerviosos y sus satélites, las grandes plazas
bursátiles. Las principales son la City de Londres, la isla de
Manhattan, Francfort y también la bolsa de materias primas en Chicago,
donde se decide el destino de la alimentación de los pueblos del mundo,
especialmente de los pueblos del Tercer Mundo, que padecen los flujos y
reflujos de las tasas de cambio inducidos por la especulación frenética y
se encuentran por lo tanto indefensos ante las turbulencias de los
mercados, extremadamente inestables.
Es que la volatilidad necesaria, o mejor
dicho consustancial de la economía financierizada, exige una
flexibilidad y sobre todo una movilidad de la producción y los circuitos
de distribución, lo cual requiere cada vez más deslocalizaciones y
reestructuraciones que no afectan únicamente a las sociedades
postindustriales, dando lugar a «planes de ajuste», o «planes sociales», considerados por el sistema como simples variables.
Se trata de un sistema económico que no
tiene en cuenta el factor humano y de un sistema especulativo que se
alimenta del desequilibrio mismo en que se mantienen los mercados,
llegando a armarse un aquelarre donde prosperan los juegos a la baja o
al alza, los delitos de iniciados, los rumores asesinos, las «ofertas públicas de compra»
de tipo caníbal, etc. Este motor económico tiende a desbocarse del todo
y acelera la sobreexplotación de los recursos naturales hasta
agotarlos, con una simple finalidad, la destrucción masiva consumista,
conocida como «crecimiento».
Ese es el núcleo del reactor económico
que está a punto de salirse de control y que bien puede estarnos
llevando a una fusión demoledora. Muchos lo comentan con toda razón, sin
catastrofismo ni angustia neurótica. Después del Chernobyl financiero
del 14 de septiembre 2008, está por llegar un Fukushima económico
global, con el derrumbe del euro y el estallido de la Unión Europea, al
que seguirá el probable colapso probable de Estados Unidos. Llegados a
ese punto, una guerra de gran magnitud es lo único que pudiera salvar un
sistema que ya alcanzó una velocidad tan alocada que implica pérdida de
control, porque ha alcanzado la fase de agotamiento de sus recursos
dinámicos.
La destrucción de Irán debe dar paso a la
salvación de Occidente, evitarle la quiebra, y tal vez –esperanza
bastante quimérica– dar un nuevo impulso al sistema, hacerle entrar en
un nuevo ciclo rico de potencialidades abiertas gracias a la economía «verde».
Con lo verde, se procura darle un barniz ético al sistema que empezó su
ascenso vertiginoso a finales del siglo XIX mediante el abandono casi
total de los frenos impuestos por el «orden moral» de antaño, hoy
en día repudiado porque estaba fundado en metafísicas y en un edificio
teológico. Si bien la transgresión de los imperativos morales era algo
frecuente en el pasado, cada cual sabía al menos dónde se situaba el
límite a respetar y cuál era la regla. Uno trataba de mantenerse en el
marco de lo éticamente aceptable y próximo al eje del deber, al menos en
apariencia.
Hoy se ha llegado al divorcio completo con el capitalismo patrimonial respaldado en cierta trascendencia, a raíz de la gran «ruptura epistémica»
de fines de los años 1960. Regía hasta entonces lo que Werner Sombart y
Max Weber habían explorado y que ilustraba el ministro francés Guizot
con una sonora consigna: «¡Enriqueceos!», dándose por sentado que había que hacerlo «mediante el trabajo, el ahorro y la probidad», nada que ver con el enriquecimiento a través de la especulación y la ruina de los peones de la bolsa o de la producción.
La desregulación empieza en realidad por la desreglamentación metafísica. «Si Dios no existe, todo está permitido»,
decía Dostoievski. Pero además, el sistema se vale de dos caras para
una misma realidad: por un lado, la utopía o el espejismo colectivista, y
por el otro, la ilusión o mentira liberal, fundadas en el mito de la
autorregulación de los mercados, de la mano invisible y, al final, de la
democracia «representativa». El modelo se vio además
tergiversado e incluso viciado por ciertos mecanismos concebidos
expresamente para perennizar rentas de situación y monopolios, de los
que gozaban las nomenklaturas del Este, donde la vox populi padecía una expropiación semejante a la que conocemos hoy día a nivel del debate público. La «dictablanda» ya ha dejado paso a la «democratura», o sea al verdadero rostro de la democracia confiscada.
El feroz ateísmo de las sociedades
colectivistas que se gestaron a raíz de la Revolución de 1917 sobre la
base del materialismo dialéctico, convertido en seudociencia, es lo que
anunció el materialismo triunfante del anarcocapitalismo, último avatar
desestatizado, descentralizado, proteiforme y falaz. Ya no tenemos «ni Dios ni amo» pero sí una inmensa muchedumbre de esclavos, empezando por las víctimas del endeudamiento con tasas variables y usureras.
En realidad, todo esto ocurre en el plano
de la larga duración, a la escala de los tiempos modernos que debe
tener en cuenta la aceleración presente de los acontecimientos. La
escala de los tiempos no es algo fijo, de modo que la velocidad de los
acontecimientos crece de manera vertiginosa en ciertas coyunturas
históricas, cuando nos acercamos a la boca del embudo. Hoy en día, una
década vale lo que un siglo o dos de antes y la aceleración no termina
nunca… «La decadencia del imperio romano duró 4 siglos, la nuestra sólo tomará 4 años…»,
decía el excepcional filólogo que fue Georges Dumezil pocos años antes
de fallecer, en 1986. Es cierto, estamos viviendo una ruptura
cataclísmica con el mundo tradicional, un trastorno de las conductas y
los modos de pensar, un caos organizado y la irrupción en la vida
corriente de técnicas mutágenas tales como telecomunicaciones por
satélite, inteligencia artificial, enlaces entre individuos a través de
redes transcontinentales. Al mismo tiempo se da la desrealización del
mundo, lo cual se manifiesta por su proyección virtual en las pantallas
parietales de la imaginación colectiva.
¿Por qué vuelvo a insistir sobre la
aceleración de la historia humana? Porque se trata de una descomposición
visible y recomposición aleatoria. Esta es la fase que actualmente
atraviesan la ideología pretexto del «choque de civilizaciones»,
en boga desde 1996, y la dudosa tesis (algunos pretenden que ni siquiera
sus promotores se la creen) del estadounidense Samuel Huntington. Es
también la que sirve de telón de fondo para los grandes cambios
geopolíticos y sirve de justificación para la multiplicación de los
conflictos con el mundo islámico y dentro del mismo.
Lo cierto es que el factor religioso no
desempeña un papel central en cuanto causalidad maestra en la hipótesis
del choque entre civilizaciones. Por ejemplo, Riad y Doha, capitales del
fundamentalismo wahabita, están en el Medio Oriente muy estrechamente
asociadas al «destino manifiesto» del puritanismo estadounidense…
lo cual tiende también a demostrar que modernidad y tradición pueden
convivir perfectamente en un terreno donde el comercio de hidrocarburos,
mercados de armamento, Kriegspiel y guerras subversivas ocupan
un lugar eminente. Véase la guerra de Libia en la que la implicación de
Qatar está muy documentada. El diario conservador Le Figaro ya
señalaba, el 6 de noviembre de 2011, que Doha había contratado 5 000
hombres de sus Fuerzas especiales en el escenario libio.
Obsérvese –y resulto harto paradójico
según ese esquema– que las primaveras árabes de 2011 están dando a luz,
una tras otra, gobiernos dominados por los islamistas –Hermandad
Musulmana y diversos componentes salafistas– apadrinados a la vez por la
Turquía neo-otomana y por el wahabismo rigorista de las dos susodichas
monarquías… con la bendición de Washington. La integración de estos
nuevos poderes religiosos en el plan de reconfiguración del Gran
Oriente, desde las Columnas de Hércules hasta el río Indus, contradice
del todo la teoría de la incompatibilidad entre civilizaciones.
En realidad, estamos ante una lectura «a la medida»
–según el enfoque de Washington– de las resistencias que han venido
manifestando las sociedades tradicionales constituidas en Estados
nacionales a lo largo del siglo XX, pero cuyos arcaísmos –tal vez se
pueda hablar de inercia cultural– obstaculizan su apertura completa e
incondicional al comercio transnacional, al libre acceso de los
operadores e inversionistas que quieren valorizar y explotar
racionalmente –ahora se dice además «de forma sostenible»– las
potencialidades geográficas y los recursos, tanto naturales como
humanos, que ofrece tal o más cual zona de interés económico y por lo
tanto geoestratégico.
Según esta perspectiva, la idea misma de
Nación entra en contradicción con la de libre intercambio, idea según la
cual hay que eliminar las puertas y ventanas [para evitar que se
cierren]. La política de la cañonera actualizada (esa misma que
practicara el comodoro M. C. Perry frente a Tokio en julio de 1853,
intimidación que dio resultados y abrió un año más tarde, en marzo 1954,
con la Convención de Kanagawa, los puertos japoneses a los navíos
mercantes estadounidenses) es lo que practicaron en el pasado los B52 y
más tarde los drones asesinos, que son los que hoy llevan el «evangelio»
de la democracia, sinónimo de libre mercado. Ya no se menciona
ingenuamente el comercio sino que se le ha sustituido con elegancia
aquello de las urgencias humanitarias, la liberación de las mujeres, la
autodeterminación de las minorías étnicas o confesionales, todo lo cual
se mezcla en el «deber de asistencia» y el «derecho de injerencia» del fuerte en auxilio del débil.
A fin de cuentas, la teoría tendiente a
declarar ineludibles la confrontación entre áreas culturales y bloques
confesionales –cristiandad occidental y ortodoxia eslava frente a Islam,
confucianismo etc.– legitima a priori ciertas guerras en
realidad premeditadas, es decir programadas y planificadas, guerras por
encargo, ajenas a cualquier idealismo, que apuntan in fine a
objetivos triviales, de naturaleza geoeconómica, geoenergética y
hegemónica. En realidad, las supuestamente irreductibles
incompatibilidades civilizacionales no son nada fatales, ni siquiera se
trata de verdades definitivamente establecidas… Así que no proceden de
culturas perversas a las que habría que rehabilitar por negarse a
convertirse a los beneficios del consumo desenfrenado, desafuero que
hace de la posesión de bienes efímeros, intercambiables y perecederos,
el colmo de la plenitud individual y existencial. No, el choque
abusivamente llamado civilizacional, las guerras efectivas y las guerras
en gestación proceden más bien de un modelo de sociedad expansionista
por naturaleza o, por decirlo en otras palabras, imperialista o bulímica
sui generis, en busca de legitimación «científica» ya que hoy día es la supuesta la ciencia la que ocupa el lugar de la moral natural.
Se trata, en definitiva, de un modelo que
está devorando el planeta, los recursos, los pueblos y los hombres.
Claro, el sistema no podría existir sin los hombres que lo encarnan, lo
promueven y lo sirven… a veces con un celo excesivo y en algunos casos
con una falta total de sentido moral. Pensemos en estas figuras
emblemáticas del falso semblante del bien, lo que fueron, en el
ejercicio de sus funciones, los Bush y Blair (a quien la Inglaterra
popular llama «Bliar», o sea el mentiroso) los culpables de las
guerras de Afganistán e Irak, sobre la base de mentiras como aquella de
las armas de destrucción masiva de Irak o el mito de al-Qaeda.
Pero el sistema, por definición, es amoral, se sitúa en un más allá: «más allá del bien y el mal».
Esto no quita que el sistema formatea, amasa y arrastra a los hombres
en su estela poderosa. Les ahorra pensar, los exonera de cualquier
escrúpulo y premia su sometimiento. Decimos que en un momento dado, a
partir de cierto nivel, el sistema vive por sí mismo, de manera
autónoma, y no deja más que un estrecho margen de maniobra a quien
quisiere tomar sus distancias; entre marginalidad o fracaso, no hay más
que oposición tenue y sin porvenir, escurriéndose entre las murallas del
conformismo y la corriente torrencial de las pesadeces sistémicas.
¿Qué hacer contra un modo de
funcionamiento de la sociedad heredado de las eras primitivas, de las
épocas del pillaje, las del nomadismo depredador? Los capitales (estamos
inmersos en la impermanencia que induce la imperiosa exigencia de
maximizar los rendimientos económicos) se mueven como las langostas que
dejan el suelo desnudo a su paso. Este es el modelo del saqueo «a fondo»,
al que la tecnología ofrece ahora inmensas capacidades de
desmultiplicación, hasta agotar en espacio de pocas generaciones las
reservas biológicas y geológicas acumuladas a lo largo de los 400
primeros millones de vida organizada… océanos y mares se están vaciando
de sus reservas halióticas y las entrañas de la tierra están soltando a
gran velocidad sus reservas de hulla, petróleo, gas, formados en la edad
carbonífera… ¡la edad de las libélulas gigantes y de las primeras
selvas, de los helechos arborescentes, mucho antes del reino de los
dinosaurios!
Nuestro modelo de sociedad es destructor
de las culturas que fueron madurando en las sociedades humanas a lo
largo de estos 4 o 5 últimos milenios. Una descomposición de las
culturas tradicionales no ofrece como contraparte sino una recomposición
más o menos errática, carente de referencias, en el marco del
fetichismo de la mercancía, el desencantamiento del mundo y el consumo
creciente de neurolépticos. Tales trastornos, tales desniveles
culturales conllevarán forzosamente resistencia y tumultos, aunque sean
sólo las convulsiones de la agonía…
El Estado-nación, aunque derrotado en
todos los campos de batalla políticos y militares recientes (Europa,
Yugoslavia, Irak, Libia… ¿Siria?) resiste como modelo y seguramente
responderá. Desde este punto de vista, las estructuras estatales
nacionalistas laminadas por la democracia de mercado no han fallecido y
renacerán en el marco de estas múltiples entidades etnoconfesionales que
el Nuevo Orden Mundial quiere crear sobre los escombros de los Estados
vencidos. Observemos que el Estado nacional prospera en Asia,
especialmente en Singapur y Taiwan, pero también en China, Corea,
Vietnam y Japón.
El derrumbe de la sociedad totalitaria
estrictamente colectivista, la de las democracias populares del este,
también nos ha enseñado que no se puede descartar lo sagrado y arrojarlo
fuera del campo de lo político de manera duradera ya que forma parte
esencial de este: el ateísmo militante de las sociedades mercantiles
muestra su impotencia para fundar una moral viable. En cuanto al
materialismo que brotó del Antiguo Testamento (con el axioma del
cumplimiento de un designio divino a través del éxito material), que
funda y justifica el ultraliberalismo anglosajón, se basa en sus
orígenes en una teología que legitima al predador. El demiurgo
recompensa al que sabe apoderarse del botín, sea cual ser el medio
apropiado… La excepción es el hecho de que se mantenga en pleno siglo
XXI la democracia popular en la China estatal, a la vez hipercapitalista
y comunista, a la vez se observa un marcado renacimiento del
confucianismo doctrinal al servicio del Estado; pero además renacen
también taoísmo y budismo. ¡Es un resurgimiento tan espectacular como el
de la iglesia ortodoxa en la Federación Rusa, al cabo de 72 años en las
sombras!
En el Maelstrom del tiempo presente, las
cosas se van haciendo y deshaciendo sin marcha atrás, siguiendo una
lógica de lo irreversible… en apariencia. Nada parece poder desviar el
flujo del tiempo de su cauce catastrófico. Sin diques naturales o
humanos va desbordándose, ya no riega sino que inunda sin que nadie sepa
cómo detenerlo. Por esto es que Irán, obstáculo en el rumbo de las
aguas desbocadas de la modernidad, debe ser destruido, barrido,
aniquilado, a no ser que, desplomándose solo, caiga de rodillas
espontáneamente, bajo los efectos de un pronunciamiento palaciego o bajo
el impulso irreprimible de la calle. En todo caso, aún sabiendo que la
historia da a luz en medio del dolor y la violencia, ya estamos viendo
el resultado del parto forzado de la democracia en los países de la
primavera árabe.
En Túnez, Egipto, Libia o Yemen –sin
contar con los que aguantan la respiración como Argelia, sabiendo que ya
les tocará su momento de entrar en la tormenta, u otros como el Irak «liberado» manu militari–
han caído o están cayendo en la guerra civil alimentada, fomentada y
dirigida desde afuera (Libia, Siria) y no tienen ni tenían ningún motivo
para esperar la menor inflexión (o sea, una ruptura en la actual
dinámica sistémica) en marcha, que podría cuestionar o anular los
grandes invariantes directores del campo geoestratégico. Estos acompañan
o traducen sobre el planisferio o en las relaciones internacionales la
revolución mundial que progresa a marcha forzada desde 1945. Se trata de
una mutación global de largo alcance cuya permanencia y pertinencia
–como explicación y manifestación de la construcción del sistema-mundo–
jamás se han desmentido a lo largo del último medio siglo.
Estamos pues ante una lógica dentro de la
cual se desarrollan los acontecimientos a los que asistimos y los que
están llamados a ocurrir. Esto seguirá hasta que la lógica propia de los
acontecimientos llegue a su propia extinción, por agotamiento o a raíz
de un acontecimiento cataclísmico –guerra nuclear, ¿o primero regional,
tal vez?–, trastorno que determine y complete la redistribución del
campo geopolítico. Pues los fracasos o repliegues de Estados Unidos en
los últimos 60 años, por muy dolorosos que hayan sido, desde la derrota
sufrida en Vietnam hasta el fiasco de su invasión contra Afganistán, no
van a desautorizar esta hipótesis. Se pierden muchas batallas para mejor
ganar la guerra. Son derrotas fecundas en progresos de todo tipo,
especialmente en cuanto a avances técnicos que agrandan el abismo
tecnológico que separa aún hoy en día a Estados Unidos del resto del
mundo. Son al fin y al cabo conflictos factores de progreso, en última
instancia propicios al desarrollo y a las mutaciones de los elementos
constitutivos de la potencia.
La inercia sistémica
Aquí se trata de un concepto mayor sobre
el cual debemos insistir, convencidos de que el estudio de las
sociedades humanas pertenece a un campo del conocimiento vinculado al de
la física de la materia. Así, la inercia del sistema-mundo es tal que
-como venimos diciendo– fuera de una catástrofe mayor o de la improbable
llegada de un «gran monarca», nada puede parar la orientación y
la naturaleza de un mecanismo en evolución –es decir en progresión–, que
evoluciona según su propia lógica inercial y cuya trayectoria parece
tener que estar inflexiblemente determinada. Aquí los hombres no tienen
la palabra, pues sólo les queda elegir entre llevar adelante su
embarcación sobre las temibles ondas agitadas que la empujan hacia lo
desconocido o peor aún, a lo demasiado previsible, el abismo de las
orillas del mundo. La lógica de la que estamos hablando aquí nos lleva a
una nueva confrontación este-oeste, esta vez más frontal que la
anterior, ya no indirecta como ocurrió durante los 44 años de la guerra
fría, de 1947 a 1991, durante la cual los dos bloques tuvieron sus
encuentros sobre los campos de batalla del Tercer Mundo o por mediación
del mismo, trátese de Vietnam, Angola o Afganistán.
A partir de ahí y en el mismo orden de
ideas, hay que pensar en primer lugar el sistema económico mundo como
algo consubstancial con las fuentes de energía sin las cuales no sabría
funcionar, ni tan existir … trátese de energías fósiles o físiles
(uranio). Este enlace es una de las tres o cuatro primicias mayores de
la lógica sistémica que ordena la marcha del mundo tal como la
vislumbramos aquí. A esta lógica sistémica también la llamaremos lógica
inercial ya que ninguna decisión humana puede, de un plumazo, abolir sus
dinámicas obligadas, ni sus consecuencias a largo plazo.
Este subconjunto trinitario
–independientemente de las críticas y las denegaciones que se formulen
contra el mismo– asegura hasta ahora la cohesión arquitectónica del
edificio internacional y configura por su manera de encajarse e
imbricarse los tres momentos de un mismo concepto, realidad única que se
expresa en tres modos diferentes.
Evoquemos aquí brevemente la naturaleza y
la ideología de estos tres subconjuntos, geoeconómico, geoenergético y
hegemónico, como arquitectura dinámica del actual sistema mundo…
Convergencias: De la economía superestructural al fin de la historia
Los años 1970 marcan un giro en la
historia del capitalismo con la transformación del mismo, tal vez
convenga hablar de mutación, en capitalismo financiero. Asistimos a la
financiarización de la economía, modelo dominado por la exigencia de
ciclos cortos y de rentabilidad a corto plazo, salvo para el sector de
fuerte inercia en que investigación y desarrollo requieren enormes
inversiones a lo largo de varios decenios… energía y armamento forman
parte de dicha inversión.
La economía especulativa se libera entonces poco a poco –pero a cierta velocidad, por lo cual podemos hablar de «mutación»,
durante los cuatro decenios siguientes, de casi todas las trabas
legales. Esto es la aplicación dogmática de las tesis del
anarcocapitalismo recomendado por la Escuela de Chicago, fundada a su
vez por el Premio Nobel Milton Friedmann. Doctrina y práctica se
convierten en «ciencia fría» y se liberan de cualquier vínculo
con la moral, ya que enriquecerse se convierte en un fin en sí mismo,
algo así como el arte por el arte.
Los decisores políticos (Carter, Reagan,
Thatcher, Clinton, Bush, Blair) no lo pensaron como tal, pues procuraban
más que todo poner nuevamente en marcha la maquinaria económica, sin
imaginar las consecuencias de semejante liberación de fuerzas. Pero en
la práctica se trató de una ruptura epistemológica fundamental, que
nadie percibió como tal cuando sucedió. El capitalismo financiero, tal
como lo teorizó Max Weber se libera primero en la esfera
anglo-estadounidense, la desregulación ocultó la ruptura definitiva con
la ética protestante… cuya transgresión por cierto no daba lugar a
priori a ninguna sanción pero no dejaba de tener peso en el sistema,
como base de las obligaciones jurídicas. Por supuesto, nada de esto
sucedió de golpe, la ruptura de los años 1970 vino anunciándose desde
principios del siglo XIX. Es la época en que la ética del protestantismo
había empezado a perder terreno paulatinamente.
Aquí es oportuno esbozar el nexo
existente entre el momento geoeconómico de la toma de posesión
hegemónica. Esta toma de poder, el sistema neoliberal lo extiende sobre
la totalidad del campo económico dentro y en la periferia de sus zonas
de actividad e influencia.
El sociólogo y teólogo de la liberación, Michel Schooyans, profesor de la Universidad Católica de Sao Paulo, en su monografía Deriva totalitaria del liberalismo
(1991), formula la hipótesis de que una violencia estructural sería
algo consubstancial al liberalismo económico. Esta tendencia por cierto
se nota a través de los análisis del libertariano Milton Friedman,
máxime en su obra mayor Capitalismo y libertad, de 1962. Bajo el
pretexto de racionalizar el hecho de que se desdibuja la libertad
política en provecho de la emancipación económica, Friedman busca más
que todo legitimar una liberación total de la esfera mercantil, sin
aspirar a una comprensión holística de la realidad, lejos de los
presupuestos ideológicos, y esto en detrimento de las libertades
fundamentales porque para que la esfera especulativa sea libre de verdad
hay que someter a los pueblos de modo que acepten la inestabilidad
consustancial del sistema. Restructuración, deslocalización de
capitales, desindustrialización, desempleo, servicio de la deuda,
quiebra de los Estados, planes de ajuste estructural y austeridad,
desastrosos efectos sociales, disturbios civiles, guerras de expansión y
conquistas…
Por todo esto, ¡hay que acabar con Irán!
Porque Irán, como obstáculo a la integración del mercado único
planetario, es un elemento perturbador extrínseco a la lógica inercial
del sistema-mundo. El mecanismo lógico que aquí funciona sólo puede
destrozar todo lo que entre en contradicción con él y vaya en contra de
su ley de desarrollo, o sea, todo lo que impida su cumplimiento.
Extraído de la Página Transversal
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